lunes, 20 de abril de 2015

Lorca

Lee este romance del "Romancero gitano":

Prendimiento de Antoñito el Camborio
Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
con una vara de mimbre
va a Sevilla a ver los toros.
Moreno de verde luna
anda despacio y garboso.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.
A la mitad del camino
cortó limones redondos,
y los fue tirando al agua
hasta que la puso de oro.
Y a la mitad del camino,
bajo las ramas de un olmo,
guardia civil caminera
lo llevó codo con codo.
El día se va despacio,
la tarde colgada a un hombro,
dando una larga torera
sobre el mar y los arroyos.
Las aceitunas aguardan
la noche de capricornio
y una corta brisa, ecuestre,
salta los montes de plomo.
Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
vienes sin vara de mimbre
entre los cinco tricornios.
Antonio, ¿quién eres tú?
Si te llamaras Camborio,
hubieras hecho una fuente
de sangre con cinco chorros.
Ni tú eres hijo de nadie,
ni legítimo Camborio.
¡ Se acabaron los gitanos
que iban por el monte solos!
Están los viejos cuchillos
tiritando bajo el polvo.
A las nueve de la noche
lo llevan al calabozo,
mientras los guardias civiles
beben limonada todos.
Y a las nueve de la noche
le cierran el calabozo,
mientras el cielo reluce
como la grupa de un potro. 


Muerte de Antoñito el Camborio

Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir.
Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris,
cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí,
voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
"Antonio Torres Heredia,
Camborio de dura crin,
moreno de verde luna,
voz de clavel varonil:
¿ Quién te ha quitado la vida
cerca del Guadalquivir?"
"Mis cuatro primos Heredias
hijos de Benamejí.
Lo que en otros no envidiaban
ya lo envidiaban en mí.
Zapatos color Corinto,
medallones de marfil,
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín."
«¡Ay, Antoñito el Camborio,
digno de una emperatriz!
Acuérdate de la Virgen
porque te vas a morir.»
«¡Ay Federico García,
llama a la Guardia Civil!
Ya mi talle se ha quebrado
como caña de maíz.»
Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil.
Viva moneda que nunca
se volverá a repetir.
Un ángel marchoso pone
su cabeza en un cojín.
Otros de rumor cansado,
encendieron un candil.
Y cuando los cuatro primos
llegan a Benamejí,
voces de muerte cesaron
cerca del Guadalquivir.


Y la vanguardia:

Debajo de las multiplicaciones 
hay una gota de sangre de pato. 
Debajo de las divisiones 
hay una gota de sangre de marinero. 
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna; 
un río que viene cantando 
por los dormitorios de los arrabales, 
y es plata, cemento o brisa 
en el alba mentida de New York. 
Existen las montañas, lo sé. 
Y los anteojos para la sabiduría, 
lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo. 
He venido para ver la turbia sangre, 
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas 
y el espíritu a la lengua de la cobra. 
Todos los días se matan en New York 
cuatro millones de patos, 
cinco millones de cerdos, 
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, 
un millón de vacas, 
un millón de corderos 
y dos millones de gallos 
que dejan los cielos hechos añicos. 
Más vale sollozar afilando la navaja 
o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías 
que resistir en la madrugada 
los interminables trenes de leche, 
los interminables trenes de sangre, 
y los trenes de rosas maniatadas 
por los comerciantes de perfumes. 
Los patos y las palomas 
y los cerdos y los corderos 
ponen sus gotas de sangre 
debajo de las multiplicaciones; 
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas 
llenan de dolor el valle 
donde el Hudson se emborracha con aceite. 
Yo denuncio a toda la gente 
que ignora la otra mitad, 
la mitad irredimible 
que levanta sus montes de cemento 
donde laten los corazones 
de los animalitos que se olvidan 
y donde caeremos todos 
en la última fiesta de los taladros. 
Os escupo en la cara. 
La otra mitad me escucha 
devorando, cantando, volando en su pureza 
como los niños en las porterías 
que llevan frágiles palitos 
a los huecos donde se oxidan 
las antenas de los insectos. 
No es el infierno, es la calle. 
No es la muerte, es la tienda de frutas. 
Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles 
en la patita de ese gato quebrada por el automóvil, 
y yo oigo el canto de la lombriz 
en el corazón de muchas niñas. 
óxido, fermento, tierra estremecida. 
Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina. 
¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes? 
¿Ordenar los amores que luego son fotografías, 
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre? 
No, no; yo denuncio, 
yo denuncio la conjura 
de estas desiertas oficinas 
que no radian las agonías, 
que borran los programas de la selva, 
y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas 
cuando sus gritos llenan el valle 
donde el Hudson se emborracha con aceite.




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