Los Sastres
Yo compadezco a los sastres,
porque de los hombres todos
no hay otros que de más modos
sufran mayores desastres.
Por eso soy su vocero,
y si me lo permitieseis
os rogaría que fueseis
también su amigo sincero.
Siempre humilde fue su cuna
y como viven sentados
nunca fueron encumbrados
en hombros de la fortuna.
No hay uno entre ochenta y nueve
que en mil casos repetidos
no remiende sus vestidos
y los ajenos renueve.
Y entre ciento no habrá uno
que haya subido a un birlocho
o haya probado un bizcocho
en su frugal desayuno.
No les vale estar armados
para cortar sus vestidos:
por la aguja son heridos
y por la plancha quemados.
Un rey hubo cervecero,
y cerrajero hubo alguno
que, infeliz como ninguno,
cayó al golpe del acero.
Hubo papas y soldados,
por supuesto no eran lerdos,
que después de cuidar cerdos
fueron al solio exaltados.
Pero acerca de los sastres,
que por cierto no son rudos,
los anales están mudos
y solo cuentan desastres.
No a los sastres acuséis
de sus percances en medio,
buscad a su mal remedio
y no a infamarlos paséis.
En su taller encorvados
los veréis mustios y cuerdos,
pues solo un brazo y tres dedos
mantienen siempre ocupados.
Allí, lector, no penetres,
allí llueven los petardos
de los blancos, de los pardos,
de todos los petimetres.
Porque no faltan belitres
que, a estafar acostumbrados,
hacen con esos cuitados
el oficio de los buitres.
¡Cuántos chalecos fiados
y pantalones medidos
que luego han sido pedidos
y nunca han sido pagados!
Dura verdad, no me arrastres
a decir que en ambos mundos
hierven rencores profundos
en contra de nuestros sastres.
Vienen a nuestros mercados
baratísimos vestidos
por los franceses vendidos
y por nosotros comprados.
Preciso es que confeséis
que están por esto arruinados,
mas no por ser desgraciados
de su desgracia abuséis.
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